Había terminado el curso y empezado las vacaciones de verano
y yo ya estaba ansiosa por ir al pueblo de mis abuelos donde me reencontraría
con mis amigas, a las que hacía un año que no veía y también, por qué no
decirlo, con mi amor platónico, pero para mi desgracia parecía que, al
menos por el momento, eso no iba a ser posible.
Mis padres habían sido invitados por unos amigos, a pasar unos días con ellos
en un pueblecito de La Rioja. Solo serán ocho días me dijo mi madre al ver que
yo fruncía el ceño al comunicármelo y luego, al igual que todos los años,
iremos a nuestro pueblo y pasarás allí el resto del verano. Yo protesté
enérgicamente y pedí que me dejaran a mi con mis abuelos y con mi hermana que
se había quedado con ellos, pero todo fue inútil y sin ninguna gana y
refunfuñando empecé a preparar la maleta.
Ya en el viaje yo seguía seria y sin decir palabra. Mi madre me miraba de reojo
y pensando, seguramente, que lo mejor sería no hacerme caso, se dedico a
conversar con mi padre, sin prestarme la mínima atención.
Llegamos al pueblo al mediodía, con un sol de justicia, donde se achicharraban
hasta las moscas. Nos estaban esperando Alberto y Lucía, que así se llamaban
los amigos de mis padres y después de los consabidos saludos, nos encaminamos
hacia su casa.
Yo me sentía muy mal anímicamente, si ya el hecho de pasar esos ocho días
alejada de mis amigas, a las que tenía grandes deseos de ver, me deprimía, ese
sentimiento se iba acrecentando a medida que íbamos hacia la casa. No me
gustaba nada este pueblo; las viviendas eran bloques de 3 ó 4 pisos, con
comercios en los bajos y las calles estaban asfaltadas y no adoquinadas como en
mi pueblo y aquello mas que un pueblo parecía un barrio cualquiera de una ciudad.
Llegamos a la casa y después de acomodarnos en las habitaciones que nos habían
destinado, nos aseamos y pasamos al comedor para degustar la sabrosa comida que
nos habían preparado. Yo con el ceño fruncido, comía en silencio, sin decir
palabra, cosa que a mis padres les dejaba fríos, pues ya conocían esta reacción
mía cuando no conseguía lo que quería. En la sobremesa, mientras mis padres y
sus amigos conversaban animadamente, yo miraba la televisión sin mayor interés,
muy seria y callada como una muerta, hasta que Lucía se percató de ello y dando
por hecho que mi actitud era debida a que con gente mayor me aburría, muy
amablemente me dijo….tengo una sobrina de tu edad, muy alegre y simpática,
mañana la llamo para que salga contigo, verás que bien lo vais a pasar.... Hice
una mueca que quería ser una sonrisa y seguí mirando la televisión sin decir
nada y pensando en lo que estarían haciendo mis amigas. Al cabo de un rato,
harta ya de la televisión, mi interés se centró en unos tebeos que había comprado
un poco antes de emprender el viaje y así fui pasando la tarde, hasta que llegó
la noche y sin cenar, solo con un vaso de leche que Lucía se empeño en que
tomara, me fui a la cama.
El viaje sumado al aburrimiento hizo que me durmiera pronto, aunque pasé una
noche bastante inquieta y no descansé bien. Por la mañana, al contrario que en
mi pueblo que me despertaba oyendo el gorjeo de los pájaros y el cacareo de las
gallinas, me desperté con el vocerío de las gentes y el ruido de los
coches y eso unido a que no había dormido bien, hizo que empezara el día de
bastante mal humor.
A media mañana Lucía, tal como me había prometido, llegó con una niña, mas o
menos de mi edad y me dijo….mira esta es mi sobrina, se llama Esther, espero
que seáis buenas amigas.... La verdad es que nada más verla me cayó muy bien,
tenía la cara llena de pecas, unos ojos muy vivos y de mirada muy pícara y una
amplia sonrisa. El sentimiento fue mutuo, pues al momento me di cuenta que yo
también le había causado una buena impresión. Me comentó que tenía un grupo de
amigos, niños y niñas, muy divertidos y lo pasaban muy bien y de seguro que yo
también me iba a divertir mucho con ellos. Todos me recibieron con gran
simpatía y me hablaban y trataban como si me conocieran de toda la vida, lo que
hizo que me sintiera muy a gusto y me olvidara, al menos por el momento, que no
estaba con mis amigas de siempre.
Pasaron varios días y yo, al contrario de lo que había supuesto cuando llegué,
me lo estaba pasando muy bien. Todas las mañanas, Esther y el resto del grupo,
como si fuera un rito, tenían por costumbre ir a nadar a la presa y como estaba
en las afueras del pueblo, lo hacían en bicicleta. Yo no sabía montar en bici y
por tanto me llevaban de paquete, alternándose entre ellos. Esta situación me
hacía sentir un poco mal y un día les pedí que me enseñaran a montar. Me
sujetaron la bicicleta, me subí a ella, empecé a pedalear y lentamente fui
avanzando unos metros. Entusiasmada pedí (igual que los toreros) que me dejaran
sola, así lo hicieron y con gran sorpresa de todos seguí, aunque un poco
tambaleante, circulando sin problema. Estaba eufórica, esto es muy fácil,
pensaba, y pedaleando con gran entusiasmo me encaminé hacia el pueblo, seguida
de todo el grupo que rápidamente montaron en sus bicis y vinieron tras de mi.
Llegué por fin al pueblo, con todo el séquito detrás y enfilé por una calle que
no conocía, pero eso no me importaba, la cuestión era seguir pedaleando. Era
una calle larga y estrecha con una pequeña pendiente que por momentos se iba
haciendo más pronunciada, debido a lo cual la bicicleta iba cogiendo más
velocidad. Me entró un poco de miedo y apreté el freno para aminorar la marcha
y entonces el miedo se convirtió en pánico, al ver que el freno no funcionaba.
Muy nerviosa dejé de pedalear mientras la bicicleta seguía a toda pastilla.
Menos mal que no hay gente, pensé, pero en mala hora lo pensé, pues en aquel
mismo momento vi a una mujer que se disponía a cruzar la calle y aunque yo la
gritaba tratando de advertirla no se percato de mi presencia y mucho menos de
que iba sin frenos, entonces al llegar junto a ella, para no atropellarla, no
se me ocurrió otra cosa que empujarla con la mano para apartarla de mi camino,
lo que hizo que la buena mujer diera con sus posaderas en el suelo. Muy
enfadada empezó a insultarme pero solo acerté a oír las últimas palabras “cona”
de lo que deduje que las primeras habían sido “mari”.
Aquello parecía la vuelta ciclista, yo a la cabeza y todo el pelotón detrás
diciéndome a voz en grito algo que no entendía, pues lo hacían todos a la vez.
Al llegar a una parte en que la calle se estrechaba aún más, tuve la genial
idea, para aminorar la velocidad, de utilizar el brazo como freno, arrimándolo
a la pared, lo que me dejó el brazo lleno de rasponazos pero sin conseguir mi
objetivo.
No sabía qué hacer, salvo dejar de pedalear y aguantar el tipo tratando de no
caerme, con la esperanza de que la bicicleta en algún momento se parara, pues
ya la calle había dejado de ser pendiente. De pronto creí ver la solución. Casi
al final de la calle junto a la acera, había varios fardos de hierba bien
amontonados, que al parecer acababan de descargar y debían de estar a la espera
de ser guardados y entonces me dije “Elenita, ahora o nunca”. Dirigí la
bicicleta hacia esos fardos y dejé que chocara contra ellos. Se tronchó la
rueda delantera, se torció el manillar y yo reboté sobre los fardos que por ser
de hierba fresca, amortiguaron muy bien el golpe. De momento quedé un poco
conmocionada, pero más por el susto que por el golpe, pues como digo, los
fardos de hierba fueron casi como un colchón. No sé si por el griterío de mis
amigos, que se asustaron muchísimo o por el revuelo que se armó, el caso es que
el dueño de los fardos se presentó al momento y al ver varios de los fardos
deshechos, con la hierba esparcida por la acera y la calzada, montó en cólera,
pero al verme a mí con la bicicleta caída sobre ellos, pasó de la cólera a la
preocupación, quizá pensando que él podría haber sido el causante del
accidente, al no retirar a tiempo los fardos. Por supuesto que ni a mí ni a
nadie del grupo, se nos ocurrió sacarle de su error.
Yo aunque me sentía aliviada por el “feliz” aterrizaje, estaba avergonzada por
el revuelo que había armado y muy agobiada porque había destrozado una bicicleta
que no era mía, pero para mi asombro, la dueña de la bici estaba encantada,
pues decía que era ya muy vieja y de esa forma le comprarían otra.
Como en los pueblos las noticias, por simples que sean, vuelan, cuando llegué a
la casa, mis padres y sus amigos, al igual que todo el pueblo, ya se habían
enterado. Mi madre estaba enojadísima… pero hija, me decía, contigo no ganamos
para sustos y además en todos los sitios tienes que dar la nota, un día te caes
de una encina, otro montas un escándalo durante la misa de difuntos en el
cementerio porque te pica una avispa, y otro en el casino, casi tiras la puerta
del aseo abajo con golpes y patadas, porque te has quedado encerrada y así un
día tras otro, a ver hija cuando te cansas de montar numeritos….
Yo trataba de justificarme y miraba a mi padre buscando, como hacia siempre,
que me defendiera. Papá dile que no es mi culpa, pues yo no sabía que la bici
no tenía frenos y tampoco fue mi culpa que se rompiera la rama de la encina, ni
que una avispa se enredara en mis trenzas o que la puerta del aseo se
atrancara, es que me persigue la mala suerte. Mi padre poniendo cara de “póker”
para esconder la risa asentía con la cabeza.
Mi madre seguía y seguía regañándome mientras me curaba las magulladuras del
brazo, pero yo ni la oía, estaba muy orgullosa de mi misma. Había aprendido a
montar en bici en un día y además en una bici sin frenos, eso a mis doce años
me parecía una gran hazaña. Que ganas tenía de ir a mi pueblo y contárselo a
mis amigas, ahora solo faltaba camelar a mis padres para que me compraran una,
aunque con la que me estaba cayendo……, pero tenía a mi padre, que siempre me
cubría en mis travesuras y seguro que con su ayuda lo conseguiría, pero eso si,
tendría que ser una bicicleta con unos buenos frenos.
Después de todo, mi odisea no había terminado del todo mal y como dijo alguien,
bien está lo que bien acaba
Ese año no conseguí la bicicleta, pero pude lucirme en mi pueblo ante mis
amigas (y por supuesto ante mi amor platónico) con una bicicleta alquilada. Al
año siguiente conseguí que me compraran una.