Parece que la estoy viendo, con su pañuelo negro cubriendo
parte de una gran mata de cabello blanco como la nieve, su bata de percal a
topos negros y blancos y un brillante delantal así mismo negro, caminando con
paso rápido por una larga y algo pendiente carretera, tirando de una especie de
patinete cuadrado, llamado “goitibera” sobre el que iba un cesto repleto de
verduras y frutas, que todos los días recogía de una huerta de su propiedad,
cercana a la casa y que ella sola se encargaba de cuidar.Tendría por aquel
entonces no más de 60 años, pero aparentaba muchos más, aunque solo en su forma externa,
pues tenía la fuerza y la vitalidad de una mujer más joven. Había parido 11
hijos, de los que uno había muerto a la edad de 2 años y el resto se habían
criados sanos y rollizos, a pesar de la penuria en que habían vivido.
Su marido, mi abuelo, zapatero remendón, se encargaba,
además de a su oficio, de llevar las vacas que tenían a pastar y de segar la
hierba, alimento para éstas en la época de invierno cuando no podían salir al
campo. El cuidado de los hijos, como de la casa y la huerta, era todo a cargo
de mi abuela, que además siempre estaba ocupada haciendo unas veces mermelada,
con la fruta que recogía, y otras una especie de pan llamado “talo” que hacía
con la harina del maíz que había molido. Con todo eso, mas el dinero
del arreglo del calzado y de la leche que vendían, la huerta, los árboles
frutales, algunas gallinas y un cerdo que solían matar todos los años, iban
viviendo y al menos alimento no les faltaba.
Así fueron pasando los años, años malos y años menos malos,
con un incendio que les dejo sin casa, con una guerra por medio, y los hijos
que poco a poco se fueron independizando y formando su propio hogar. Cada hijo
se busco la vida como pudo y como suele ocurrir cuando no hay recursos y las
cosas no son fáciles, se agudiza el ingenio y cada hijo lucho por labrarse un
porvenir y lo consiguió, con lo cual la vida de mis abuelos pasó a ser más
cómoda y con menos penurias.
Mi madre era la segunda de los once hijos y yo fui la
primera nieta de una larga lista de nietos. Por ser la primera, siempre fui la
favorita de mi abuela, aunque quizá no fue esa la única razón sino que además,
el hecho de que los primeros años de mi infancia los pasara con ella en el
pueblo, hizo que, aunque quería mucho a todos sus nietos, tuviera una especial
predilección por mi y yo me sintiera muy unida a ella, tanto así, que aquella
época de mi vida me marcó y hoy día, a pesar del tiempo transcurrido, sigo
unida a los recuerdos y las vivencias de aquellos hermosos años, al lado de mi
abuela.
En verano, durante las vacaciones, me gustaba mucho ir con
mi abuela a la huerta y ayudarla en la recogida de frutas y verduras. Solíamos
salir muy temprano, cuando el sol aún estaba flojo y pasábamos la mañana en la
huerta. Mi abuela, con ramas y tablas, había hecho una especie de cobijo, para
protegernos del sol y la lluvia y solíamos refugiarnos allí a descansar un rato
mientras comíamos alguna fruta de la misma huerta. A veces llevaba la comida y
pasábamos allí todo el día y cuando ya el sol caía volvíamos a la casa con el
cesto repleto. En esta época, ya mis abuelos vivían solo con dos hijas (mis
tías) que además de aportar un dinero pues trabajaban de peluqueras, eran ellas
las encargadas de llevar la casa, lo que le daba a mi abuela un respiro y
además podía emplear su tiempo en lo que le gustaba, la huerta, pero ya como
afición no como obligación.
Tengo un recuerdo entrañable de aquella época y podría
seguir contando muchas cosas más, pero entiendo que me extendería demasiado y
también entiendo que este relato no es nada extraordinario, es un relato más,
como habrá tantos, pero para mi es algo que llevo muy dentro, por una parte
porque quería mucho a mi abuela, había una conexión muy especial ente las dos y
escribir estas líneas sobre ella me resulta muy gratificante y por otra parte
porque, de esta forma, es como si le hiciera un pequeño homenaje, que creo
además merecido, pues fue una mujer, como tantas que hay ignoradas, que solo se
dedicó a trabajar y cuidar de sus hijos, sin pensar para nada en ella. Supongo
que tendría sueños y deseos, como todo el mundo, pero renuncio a ellos por su
familia y su única diversión eran las partidas de cartas con las vecinas, en
las tardes del invierno, al calor de los
fogones y las veladas con mi
abuelo en las noches de verano, en el
banco de piedra de la entrada, tomando la fresca y conversando sobre los
avatares del día.
Esa fue toda su vida, pero estoy segura que fue feliz, era
una mujer alegre y entusiasta y muy amante de los suyos. Murió con 73 años, hoy
día joven aún, pero dejó su semilla que creció y floreció y su recuerdo
perdurará siempre en el corazón de todos los que la queremos y existimos gracias a que ella
existió.
Siempre en mi corazón abuelita
Un relato encantador que me ha transportado a mi niñez al recordar vivencias muy parecidas
ResponderEliminarTierno relato de una niñez,por lo que se despende del mismo, llena de bellos recurdos Me ha gustado mucho
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