Era aún muy temprano y yo ya me había despertado. Aunque no
tenía que ir al colegio, pues eran las vacaciones de Navidad, la costumbre
había hecho que me despertara pronto. No tenía sueño, pero me encontraba muy a
gusto en la cama y me resistía a salir de ella.
Hacía frío, durante la noche había nevado y la escarcha
cubría parcialmente los cristales de la ventana. La casa de mis abuelos, donde
yo solía ir a pasar las vacaciones, tanto las de verano como las de invierno,
era una casa de pueblo, una casa grande de tres pisos, dos de vivienda y el
tercero un camarote donde guardaban la paja, alimento para el ganado en el
invierno y que además estaba lleno de trastos y artilugios que a mi me
fascinaban y me gustaba ir a curiosear. En los bajos había un establo que, a
esas horas de la mañana, era la zona mas caliente de toda la casa. Una cocina
económica, o sea de leña y carbón, además de algún que otro brasero distribuido
por la casa, era lo que poco a poco la caldeaba.
Estaba acurrucada en la cama viendo, a través de los
cristales cubiertos de escarcha, los montes nevados y dejando correr la
imaginación con sueños y fantasías propias de una niña de 8 años, cuando unos
estridentes chillidos me sobresaltaron. Metí la cabeza entre las mantas a la
vez que con mis manos me tapaba los oídos. Sabía lo que eran aquellos gritos
pero no podía soportarlos, me angustiaban y me daban escalofríos.
Era la época de la matanza y como todos los años por esas
fechas, mis abuelos, como la mayoría de los aldeanos, mataban un cerdo. Solían
hacerlo en el portalón de la entrada y aunque los dormitorios estaban en el
primer piso, los gritos del cerdo eran tan fuertes que se oían desde cualquier
rincón de la casa.No sabía, ni lo sé ahora, el por qué de matar al cerdo de una
forma tan cruel. Por supuesto que no es por sadismo, debe de tener sus razones,
pero yo, a pesar de que año tras año vivía el mismo ritual, no me acostumbraba
y siempre me producía una terrible sensación de angustia, a la vez que una gran
pena por el pobre gorrino, aunque luego me encantaba comer el jamón y los
chorizos.
Estuve un buen rato metida bajo las mantas, hasta que por
fin me di cuenta que el cerdo había pasado a mejor vida, entonces perezosamente
me levanté de la cama y mas perezosamente aún fui a asearme, bueno mas bien a
lavarme como los gatos, como diría mi abuela, pues con el frío que hacía
cualquiera se ponía bajo el grifo. La casa no tenía agua caliente, cuando se
necesitaba se sacaba de un deposito que la cocina económica llevaba
incorporado, pero claro, la cocina estaba en el piso de abajo y llegar hasta
ella, con aquel frío y en ropa de cama, era toda un heroicidad, así que lo más
practico era asearse con el agua de una jarra que por la noche se subía a la
habitación y aunque no estaba tan fría como la que salía por el grifo, para una
cría de 8 años era casi una tortura.
Después de asearme, sin apenas tocar el agua, bajé a
desayunar mi tradicional desayuno, un tazón de leche de las vacas del establo,
con pan desmigado, que a mi me sabía a gloria y que hoy día, a pesar de haber
rebasado el medio siglo, sigo tomando con deleite, aunque la leche ahora no sea
la misma.
Cuando terminé mi desayuno salí al portalón, para ver el
trajín de la matanza que me gustaba mucho contemplar, pues después de superado
el sofocón por los chillidos del animal, toda la parafernalia que seguía me
entusiasmaba. En los pueblos, la matanza del cerdo es casi como una fiesta que
incluso, al final, se remata con una gran comilona compuesta de una buena
alubiada con todos los sacramentos, como llaman aquí a los productos del cerdo
que se echan al cocido de alubias, que son chorizo, morcilla, costilla y
tocino.
En el portalón, sobre helechos secos, estaban chamuscando al
cerdo para quemar todos los pelos de la piel. Como hacía frío, era muy
agradable estar allí y me quedé contemplando como después de chamuscarlo y
rasparlo para quitarle lo quemado, lo colgaban de un gancho que había en el
techo, colocado para ese fin. De esta guisa lo abrían en canal y lo vaciaban y
así colgado lo dejaban hasta el día siguiente para que se oreara y a la espera
de ser analizado por el veterinario y que éste diera el visto bueno para su
consumo. Entonces lo descuartizaban y era cuando comenzaba el verdadero trabajo
de la matanza, que consistía, después de descuartizarlo, en confeccionar las
morcillas y los chorizos, preparar los jamones para su curación, así como el
lomo, el tocino y demás partes del cerdo, que todo ello serviría para tener una
buena despensa durante el invierno y que no faltaran alimentos, sobre todo si
se quedaban, como pasaba a veces, bloqueados por la nieve.Yo no perdía detalle,
una vez muerto el animal y sabiendo que ya no sufría, no me impresionaba ver
todo aquello y me sentía muy a gusto en aquel ambiente caldeado y con olor a
humo.
Al cabo de un rato, ya me empecé a aburrir y pensando que lo
del día siguiente sería mas emocionante, me abrigué bien y salí a corretear,
junto con otras niñas, por el pueblo, que cubierto de un reluciente manto
blanco parecía una postal de navidad y resultaba muy divertido librar batallas
de bolas de nieve, así como ir en busca de carámbanos, o chupetes de hielo,
como los llamábamos y que chupábamos con gran fruición como si de golosinas se
tratara.
Pasé toda la mañana correteando y tirándome sobre la espesa
y blanca capa que parecía un lecho de algodón, saltando sobre los charcos de
hielo, chupando carámbanos y haciendo muñecos de nieve. Me sentía feliz, y ya
me había olvidado totalmente de aquel pobre que colgaba de un gancho, a la
espera de ser descuartizado.
Marielle siempre es un gusto leerte, me encantó tu cuento...
ResponderEliminarFelicidades!!!
Besos y saludos sinceros.
Tienen un universos maravillos es un placer estar aquí...