LA ACAMPADA
-¡Arriba Patricia! -voceó su madre entrando
en el dormitorio, a la vez que abría las persianas para que entrara la luz del
día. -Normalmente la llamaban Paty salvo cuando,por alguna circunstancia, querían poner más énfasis en el nombre, como era el caso. Tan entusiasmada que
estabas esperando este día, -seguía diciendo su madre-, y resulta que se te han
pegado las sábanas. Era cierto, había
estado toda la semana soñando con este día y la emoción la había tenido parte de la noche en vela y debido a ello
ahora, a pesar de su entusiasmo, le costaba levantarse de la cama.
Íban a ir de acampada y aunque era una
acampada familiar estaba muy emocionada,
pues eso de dormir al aire libre, en una tienda de campaña, a sus 13 años le
parecía algo maravilloso y muy excitante.
Éran tres familias las que íban a participar en la acampada. Una sin hijos, otra con dos hijos, sus
primos, y la tercera ella y sus padres.
Por fin salió de la cama, se aseo, se vistió,
desayunó y se puso a leer un tebeo a la espera de que llegara uno de sus tíos
para llevarlos en su coche, ya que ellos no tenían. Al cabo de un rato que, a pesar del tebeo, se le hizo
eterno, llegó su tío. Cargaron todos los
bultos en el coche y después de que su madre comprobara que no quedaba ninguna
luz encendida, que las fuentes estaban todas cerradas y que la puerta quedaba
bien atrancada con sus dos vueltas de llave, subieron todos al coche y salieron
camino a la aventura, que era como ella lo veía.
El viaje a la niña no le estaba resultando
nada grato, pues la carretera, que gozaba de un hermoso paisaje, tenía infinidad
de curvas lo que hizo que se le
revolviera el estomago y no pudiera disfrutar del bello panorama. Cuando por fin llegaron salió rápidamente del
coche y entre la maravillosa vista que
tenía delante de sus ojos y el aire fresco del mar que le daba en la cara, se
le pasó el mareo y se olvidó totalmente de lo mal que se encontraba. Sí he
dicho bien, el aire fresco del mar, porque la acampada era en una playa, aunque
no sobre la arena, sino sobre una campa que había al lado. Una campa repleta de arboles y helechos y
lugar ideal para montar las tiendas de campaña.
La
playa era inmensa y con muchas dunas que eso unido a que estaba solitaria, pues solo se llenaba de
gente los domingos, le daba un aspecto misterioso y salvaje que a Paty entusiasmó
e hizo correr su imaginación hasta el punto de que empezó a soñar con que eran
los nuevos Robinson.
Mientras los hombres montaban las tiendas y
las mujeres se encargaban de buscar el mejor sitio para colocar las mesas y
organizar la comida, Paty y sus primos (un chico y una chica algo mayores que
ella) se fueron a inspeccionar “la isla”, que era como habían empezado a
llamarla. Una isla con playa y
vegetación, como la de Robinson, o al
menos así querían verla. Hasta se
toparon con un árbol enorme, al que a Paty le hubiera gustado trepar, algo que se le daba
muy bien, fantaseando con que allí estaba la casa del famoso náufrago.
Después de una suculenta comida, acompañada
por hormigas y toda clase de insectos fueron los tres a recorrer e inspeccionar
de nuevo “la isla” y cuando ya empezaba a anochecer regresaron al campamento,
cansados pero felices. La cena,
alrededor de una pequeña hoguera, resultó muy grata y al cabo de un rato los niños
fueron a dormir a sus respectivas tiendas, mientras los mayores se quedaban de
amenizada tertulia. A pesar de que el
sonido del mar era el mejor arrullo para dormir, a Paty le costó coger el sueño. Tantas emociones la tenían muy alterada.
A la mañana siguiente se despertó
temprano. La lona de la tienda, que era
de una calidad muy corriente, dejaba pasar la luz del sol de aquel radiante
día, lo que hacía imposible seguir durmiendo.
De todas formas estaba ansiosa por levantarse. Quería seguir explorando la playa y en cuanto desayunaron se fueron los
tres a descubrir los misterios que, según sus mentes fantasiosas y calenturientas,
esperaban encontrar.
La playa era muy larga y aunque llevaban un
buen rato caminando por ella, no habían visto, con gran decepción por parte de
Paty, nada digno de interés. Mirar, allí hay algo, dijo de pronto su primo
señalando hacia la lejanía. Parece una cabaña, dijo Paty, igual es la casa de
Robinson, siguió diciendo muy animada. A
sus 13 años no era tan ingenua como para creer realmente eso,
solamente era un juego, pero en el que se
metía tan de lleno que lo vivía como si
fuera realidad. Vamos a inspeccionar,
volvió a decir su primo y los tres se dirigieron hacia lo que parecía una
cabaña.
No era exactamente una cabaña, era más bien
una especie de choza abierta,
quizá un refugio para protegerse
del sol y estaba hecha con tablas viejas y ramas de helechos, que por aquella
zona había muchos. Vieron que alguien la estaba utilizando, pues había una mesa
y un banco construidos, de forma
rústica, con las mismas tablas que cubrían la choza, así como algunos periódicos
y latas vacías, esparcidos por el suelo. Se pusieron a curiosear y de pronto les
sobresalto una voz a sus espaldas, -¡qué hacéis aquí!- Sus primos no se pararon
a ver de quien era esa voz, salieron corriendo, pero Paty tranquilamente se dio
la vuelta y se quedé quieta contemplando al hombre que tenía frente a ella. Era
un hombre de aspecto mayor, aunque quizá no lo fuera tanto. Llevaba barba e iba desaliñado y sucio, pero no
inspiraba temor. Su voz no era
recriminatoria, más bien parecía triste o resignada y su cara, a pesar de su
barba y su aspecto desaliñado, no le produjo desconfianza . Tenía una mirada
profunda pero limpia y noble y se quedó fijo
mirando a la niña de una forma extraña, que Paty no supo descifrar, pero
que la impresionó. La miraba con ternura y como si la conociera, como si no
fuera la primera vez que la veía.
A
una distancia prudencial sus primos observaban la escena y a voz en grito la
llamaban. Después de un tiempo de mutua
contemplación, sin mediar palabra, Paty tranquilamente se alejó de allí.
Sus primos estaban exaltadísimos y la
recriminaban por no haber salido corriendo como ellos y aunque Paty estaba la
mar de tranquila y segura de que ese hombre no era peligroso, decidieron no
contar nada a sus padres, por miedo a que les prohibieran ir solos a la playa.
El
resto del día lo pasaron divirtiéndose
de mil maneras y sin hacer la mínima alusión al incidente de la mañana, aunque Paty
no podía quitar de su mente la enigmática mirada de aquel hombre y la idea de
volver a verle.
El nuevo día, al igual que el anterior,
salió radiante y los niños, después de
desayunar, fueron nuevamente a la playa.
-Acerquémonos
hasta la choza, -dijo Paty -ni hablar, -contestó
su prima-, pero a su primo también le picaba el gusanillo de la curiosidad y se
prestó a acompañarla. Su prima por no quedarse sola, se unió a ellos.
Ya
de lejos le vieron. Estaba sentando en el banco y parecía contemplar el mar. Paty apresuró el paso al contrario que sus
primos, que se iban quedando rezagados.
Cuando estuvo frente a él, que
seguía ensimismado mirando el mar y no se percato de su presencia, le saludó
con un escueto –hola-. El la miró y sin sorprenderse (parecía que esperaba su visita)
la saludo muy sonriente.
-¿Te
gustan las caracolas? -le dijo-. Ante su
afirmación se levantó y de una bolsa que tenía en el suelo, sacó una caracola y
se la entregó.
-Es muy bonita, -le dijo la niña.
-A
mi hija también le gustaban, -contestó el.
-¿Tiene
una hija? -pregunto Paty.
-Tenía,
pero ya no la tengo. Volvió a quedarse
ensimismado mirando al mar y la niña dándole las gracias salió corriendo a reunirme
con sus primos. No quiso preguntarle más
sobre su hija pues por el tono de su voz
intuyó que ésta había muerto.
Estuvieron así varios días, yendo a visitar al hombre de
la choza, como le llamaban. Sus primos, aunque la acompañaban, no se acercaban. Siempre la misma rutina. Él la saludaba y la
miraba con esa su inexplicable mirada, luego le hacía un sitio en el banco y ella
se sentaba a su lado. Se quedaba de nuevo ensimismado, con la vista perdida en
el mar y la niña en silencio, mirándole
de reojo, esperando la caracola que todos los días le daba. Ni
siquiera le había preguntado a Paty por su nombre, pero parecía que le gustaba verla. Le entregaba la
caracola, ella le daba las gracias y se iba.
Sus
primos no entendían ese interés por ir todos los días a ver al hombre de la
choza y ni ella misma lo entendía. El
morbo por el misterio que parecía rodearle, o tal vez aquella mirada tan enigmática
que no sabía descifrar, pero algo había que la empujaba a la choza y aunque a sus primos no les hacía ninguna
gracia ir, por no dejarla sola, la acompañaban.
Una mañana, al igual que todas, fueron los
tres a la choza y él no estaba, pero
sobre la mesa había un paquetito que ponía “para la niña de los ojos claros”,
que dieron por hecho se refería a Paty
ya que ésta así los tenía. Lo abrió y encontró una pulsera de metal blanco, bastante
estropeada. Junto con la pulsera había
una nota. “Esta pulsera la he encontrado
en la playa, a mi hija le hubiera gustado, espero que a ti también te guste”. No era una pulsera bonita y no parecía tener
ningún valor pero sé sintió emocionada,
emocionada y asombrada porque la nota estaba escrita con una letra muy clara y
bella, propia de alguien con estudios, que no compaginaba con el hombre sucio y
desaliñado que conocían.
Cuando
llegaron al campamento se creyeron en el deber de contar a sus padres lo del
hombre de la choza y, como ya suponían, éstos pusieron el grito en el cielo y les prohibieron volver a verle.
Tal como les habían ordenado sus padres, dejaron de
frecuentar la choza, pero Paty no podía quitarse de la cabeza aquel harapiento, de mirada melancólica y dulce.
Un día en la playa le vieron, se dirigía
hacia su refugio. Caminaba un poco
encorvado y muy lento, pero estaba
distinto, mas aseado y arreglado y su cara parecía menos triste, aunque seguía
teniendo el mismo aire de ensimismado. Paty
se quedó fija mirándole y, como si hubiera
detectado su mirada, él se volvió de pronto y al verla le dedicó una
tímida sonrisa a la vez que la saludaba con la mano. Esa fue la última vez que le vieron.
El tiempo empezó a cambiar y decidieron
levantar el campamento y regresar a sus casas. Paty no quería irse sin despedirse del
hombre de la choza y sin decir nada a nadie, el mismo día de la partida,
mientras todos recogían las tiendas y los bártulos, dijo que iba a dar su último
paseo por la playa y se acercó hasta la choza.
Al igual que la última vez la encontró vacía pero, sobre la mesa, había
una caracola enorme y debajo de ella una nota que, escrita con la bella caligrafía
que Paty ya conocía, decía lo siguiente: “Niña de los ojos claros, no sé si
vendrás a recoger tu caracola, pero si lo haces quiero que sepas que has traído un rayo de luz a mi vida. Hace tanto tiempo que se fue mi hija, que ya
no podía recordar sus ojos y eso me dolía, pero en los tuyos los he visto y me
han dado mucha paz. Ahora puedo
recordarlos. Que Dios te bendiga”. Cogió la caracola y dejó, sujeto con una de
las latas vacías que había en el suelo, el mensaje de despedida, que llevaba preparado por si no le encontraba. “Hoy nos vamos para casa pero no quiero irme
sin despedirme y darle las gracias por la pulsera y las caracolas, que guardaré con mucho cariño”. Después de leer el
mensaje de él, el suyo le pareció un poco insulso.
Lentamente
se fue alejando de la choza tratando de esconder unas lágrimas que, no sabía
por qué, estaban a punto de brotar. No
conocía a ese hombre, nada le unía a él y sin embargo se sentía acongojada.
No quería que sus padres la vieran en ese
estado y trató de hacer tiempo, para ir calmándose, yendo a un kiosco cercano a la playa, donde vendían todo tipo
de chucherías. Mientras echaba una ojeada, buscando algo que le apeteciera, se le
ocurrió preguntar a la dueña del local
si conocía a un mendigo que solía estar en la playa y le dió las
características físicas del mismo.
-Claro que le conozco, -le dijo-, se llama Roberto y es un pobre hombre que no está bien de la
cabeza pero no es un mendigo, solo que
le gusta ir como tal. Paty le siguió diciendo…-no sé si hablamos de la
misma persona, este hombre tuvo una hija que se le murió siendo aún niña, una hija que debía de tener
los ojos claros-. La kiosquera se echó a
reír y le dijo… -¿eso es lo que te ha contado verdad? Pues no le creas, se lo
cuenta a todo el que le quiere oír. Nunca ha estado casado ni por supuesto ha
tenido una hija, aunque él parece que se lo ha llegado a creer. Roberto, siguió diciendo la mujer, es nacido en este pueblo y de joven fue un alto
cargo en una importante empresa. Era muy
inteligente, tanto que creo se le paso la rosca y ahora ya no rige bien, pero
es un buen hombre, no es peligroso.
La niña se fue del kiosco como si le
hubieran echado un jarro de agua fría. «Qué decepción, -iba pensando-. Yo que
me creí la protagonista de una hermosa historia, el punto de enlace entre un
hombre y su hija muerta, resulta que solo he sido la fantasía de un enajenado».
Aquella mirada tan enigmática que no sabía descifrar, pero que quería creer
significaba algo especial, era solo la
mirada de un alucinado. Ahora también tenía ganas de llorar, pero de decepción
y rabia. Pensaba en los sentimientos que le había inspirado el hombre de la
choza y se sentía ridícula. ¡Qué tonta
había sido!
Cuando llegó al campamento éste ya no era
tal. Las tiendas estaban recogidas y todo empaquetado a la espera de salir
hacia los domicilios. Sus primos, que sospechaban
la visita, al verla llegar con cara compungida la abordaron y bombardearon a
preguntas. Sin pronunciar palabra, les dio
la nota que le había dejado con la
caracola y ellos dieron por supuesto, que su estado de ánimo era debido a lo
que ponía en ella. Paty pensó que no tenía por qué sacarles de su
error, era una tierna y bella historia,
que no tenía que echarse a perder por su indiscreción, al intentar indagar sobre
el hombre de la choza. Decidió que lo mejor era olvidar la segunda parte de la
historia, pues de no haber ido al kiosco nunca la hubiera sabido. Tenía un bello recuerdo de esa acampada y además
algo muy interesante para contar a sus
amigas cuando comenzara de nuevo el colegio, así como unas caracolas preciosas
que estaba deseando enseñar. No había razón para que eso cambiara.
Muy animada con este pensamiento subió al
coche de su tío, que les llevaría de regreso a casa. Esta vez el viaje resulto mucho mejor. Su
madre había comprado pastillas para el
mareo, lo que hizo que el trayecto fuera más grato y pudiera admirar el maravilloso
paisaje. Se sentía feliz, había
disfrutado de una magnífica acampada, llevaba una bonita historia para contar y tenía
unas grandes y bellas caracolas. La vida
le sonreía, ¿qué más podía pedir?
Encantador, un relato ameno e interesante además de bello y muy bien llevado. Lo he disfrutado.
ResponderEliminarSaludos.Tony
Amena y simpática historia, además de muy bien redactada,que se sigue con interés y mira por donde el protagonista se llamaba igual que yo. Un saludo
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