Aquel sábado yo estaba exultante y eufórica. Llevaba mucho tiempo pidiendo a mis padres que me llevaran a un internado y por fin lo había conseguido. El próximo curso iría a un internado para niñas.
Era muy aficionada a la lectura y últimamente me había dado
por leer libros con historias de internados que unido a mis ansias de aventura
y gran imaginación, habían hecho que viera éstos como algo excitante y muy
divertido y de ahí mi gran interés en ir a uno de ellos.
Mis padres, antes de comunicármelo, habían ido a conocer un
colegio regido por monjas, que tenía tanto alumnas internas como externas y que
estaba situado en un pueblecito de montaña, a unos 30 km. de mi ciudad. Les
habían dado muy buenas referencias de él y después de una extensa conversación
con la Madre Superiora del centro y un recorrido por el mismo, para conocer sus
instalaciones, quedaron muy satisfechos y decidieron que ese era el colegio
ideal por lo que, sin pensarlo más, me matricularon para el próximo curso.
Faltaban aún dos meses para empezar el curso y yo estaba en
pleno apogeo de mis vacaciones, pero la noticia del internado me había excitado
tanto que ya no pensaba en otra cosa. Mis padres me habían traído unos folletos
del colegio, con las normas del mismo y fotografías de sus instalaciones, que a
mi me encantaron, así como una lista de la ropa y utensilios que debía de
llevar. Un juego de cubiertos con mis iniciales, una manta, varios juegos de
sábanas y toallas, ropa interior, camisones, una bata y zapatillas, todo ello
marcado con mi nombre.
Además de eso, había que preparar el uniforme que consistía
en una falda escocesa en tonos oscuros azules y verdes, plisada y de tirantes,
con una blusa blanca y corbata azul oscuro, zapatos y calcetines negros , un
chaleco azul marino, para la primavera y un abrigo igualmente azul marino, para
el invierno. El modelito se completaba con un sombrerito, bastante cursi, del
mismo color. También necesitaba un equipo de gimnasia, que me suministrarían en
el mismo colegio al inicio del curso.
Pasé el resto del verano ayudando a mi madre en los
preparativos y esperando con ansia (cosa insólita) que acabaran las vacaciones
para estrenar mi nuevo colegio.
Llegó el tan deseado día, un taxi nos llevó hasta la
estación del tren, nos subimos a él y nos acomodamos en los asientos. Después
de un tiempo, que a mí se me hizo eterno, llegamos a un apeadero, donde
debíamos bajarnos y allí tomar otro taxi que nos llevaría, atravesando el
pueblo, hasta el colegio. El colegio estaba situado en lo alto de una colina, a
la que se accedía por una carretera empinada y bien asfaltada, pero muy
estrecha, en la que difícilmente podían cruzarse dos vehículos. Yo, a través de
la ventanilla del taxi, iba observándolo todo y lo que veía me gustaba mucho.
El pueblo se parecía al de mis abuelos, donde yo solía pasar las vacaciones y
eso era ya suficiente motivo para que éste me causara una buena impresión.
El taxi nos dejó justo en la entrada del colegio, bueno más
bien en la puerta de la reja que rodeaba los jardines del colegio. Al fondo se
veía una mansión de aspecto impresionante que, como nos dijeron más tarde,
tiempo atrás había sido la residencia del “cacique” del pueblo, o sea del dueño
de vidas y haciendas del pueblo y que posiblemente ya de viejo y con la muerte
pisándole los talones quiso, por miedo al fuego eterno, congratularse con Dios,
donando la mansión a una congregación religiosa.
La vista desde lo alto de la colina era maravillosa, se
divisaba todo el valle y, justo en medio, el pueblecito cubierto por una suave
neblina, que le confería un aire romántico y misterioso, una neblina que se iba
desvaneciendo lentamente eclipsada por un sol que, en aquella mañana de otoño,
lucía ya en todo su esplendor.
Vamos Elenita, que la madre superiora nos espera, me grito
mi madre viendo que yo me había quedado hipnotizada contemplando el paisaje.
Vas a tener mucho tiempo para disfrutar de esta maravilla, pero ahora entremos
al colegio, que es de mala educación hacerse esperar y tomándome de la mano me
llevo hacia el colegio. Desde niña he sido muy entusiasta de la naturaleza y la
vista de aquel paisaje me había dejado como clavada en el suelo.
Entramos por fin al colegio y nos condujeron al despacho de
la Madre Superiora que, después de saludarnos, nos dejó en manos de otra
religiosa la cual se encargó de llevarnos al dormitorio y de asignarme la cama
y el armario donde, bajo llave y controlado por ella, guardaría mi ropa. Después
de un recorrido por el colegio para conocerlo y que a mi me decepcionó un poco,
pues no era tan magnífico como se veía en los folletos y por supuesto mucho
menos impresionante de lo que parecía por fuera, nos llevó al salón de actos,
donde habían reunido a todas las internas con sus familiares para darnos una
pequeña fiesta de bienvenida. Al cabo de un cierto tiempo, las monjas dieron
por terminada la fiesta y entre besos, abrazos y algunos lloros, nos despedimos
de nuestros padres y nos quedamos solas ante el peligro. Yo estaba un poco
tristona a la vez que un poco cohibida, mirando a unas niñas que debían de
conocerse de otros años porque hablaban muy animádamente. De pronto me fijé que
había dos niñas en las mismas condiciones que yo y tímidamente me acerqué a
ellas. Nos miramos sin decir nada y un poco recelosas empezamos a hablar. No
sabíamos entonces, que las tres íbamos a ser inseparables.
Para no extenderme demasiado, voy a pasar por alto los
primeros días, porque no ocurrió nada digno de mención. Fueron unos días de
adaptación a mi nueva vida y al conocimiento más a fondo de Maribel y Rosana,
que así se llamaban mis dos nuevas amigas.
Maribel, Rosana y yo, nos hicimos también muy amigas de una
niña externa, una niña andaluza llamada Bety, que vivía en la casa cuartel del
pueblo desde hacía 5 años, fecha en que habían trasladado a su padre,
comandante de la Guardia Civil, a dicho pueblo. Con esa niña solíamos
intercambiar tebeos que ella nos daba a cambio de algunas de las golosinas que
nos traían nuestros padres cuando nos visitaban, que normalmente era cada
quince días y siempre en fines de semana.
Un día al salir al recreo Bety, que por ser externa estaba
en otra clase distinta a la nuestra, se nos acercó muy excitada y nos dijo….
Tengo una perrita que hace un mes tuvo cachorritos y mi padre quiere regalarlos
y me da mucha pena. Yo que siempre he tenido pasión por los perros le dije….uno
para mí…me miró asombrada y me dijo….no puedes tener un perrito en el colegio.
Yo no quería renunciar a él y le dije….ya me las apañaré para que no lo vean y
luego, cuando lleguen las vacaciones de navidad, me lo llevo a mi casa. A
Maribel y a Rosana les pareció emocionante la idea y se ofrecieron a ayudarme
para tener el perrito sin que las monjas se enteraran. Prepara una caja con
unos agujeros y varios periódicos le dije, metes al perrito y el sábado, que no
tenemos clase, nos lo traes.
El resto de la semana estuvimos nerviosas esperando la
llegada del perrito y tal como habíamos quedado, el sábado por la tarde se
presentó Bety con la caja, que al ser un día sin clase pudimos llevar hasta el
dormitorio sin problema. Además de la caja con el perrito Bety, muy previsora
ella, nos trajo una bolsa con periódicos que servirían para retener el pipi del
cachorrito.
Estábamos ansiosas por ver al perrito y poniendo la caja
sobre mi cama quitamos la tapa y nos quedamos las tres (Bety no podía entrar al
dormitorio) contemplando al perrito. Era un simple chucho sin raza, de color
canela y de padre desconocido, pero que nos pareció precioso y que nos miraba
con la misma curiosidad que nosotras a él. Después de un rato de contemplarlo,
tomarlo en brazos, acariciarlo y darle unos besos lo volvimos a dejar en la
caja y nos pusimos a pensar como haríamos para cuidarlo sin que las monjas se
enteraran. Decidimos que sería por turnos y mientras una se encargaría de
atenderlo, las otras dos vigilarían y estarían atentas para cubrir a la
cuidadora. Como en teoría yo era la dueña oficial, empezamos por mí y la idea
fue que, mientras estuviéramos en clase, sujetaríamos la tapa con una cuerda y
esconderíamos la caja debajo de mi cama.
El dormitorio era una sala grande y rectangular, con treinta
compartimientos separados por cortinas, que cada uno tenía una cama con su
mesilla. El dormitorio estaba comunicado con otra sala, que tenía otros tantos
lavabos y unas diez duchas, así como los armarios que a cada una nos habían
asignado. Nosotras mismas éramos las encargadas de hacer nuestra cama y de
limpiar los compartimientos, cosa que nos beneficiaba a la hora de esconder al
perrito.
Nos levantábamos a las 7 de la mañana, a las 7,30 era la
misa en la capilla del colegio y de 8 a 9 teníamos que desayunar y arreglar
nuestro compartimiento ya que a las 9 empezaban las clases. Bueno pues nuestro
plan era que una semana cada una cuidara del perrito y lo escondiera debajo de
su cama y las tres nos encargaríamos de guardar algo de leche y algunas
galletas del desayuno, para alimentarle. Conseguimos un bote para la leche y
una bolsita para las galletas y por las mañanas, mientras dos limpiaban, además
de su compartimiento, el de la encargada del perrito, ésta le preparaba una
papilla con la leche y las galletas y cuidaba de que la comiera, así como de
cambiarle los periódicos sucios por otros limpios.
Estuvimos así varios días, alimentando al perrito con tres
papillas diarias de galletas, una en la mañana, antes de ir a clase y las otras
dos en horas de recreo. No era una forma muy correcta de alimentarle, pero el
perrito engordaba y estaba cada día más espabilado y contento. Todos los días
esperábamos a quedarnos solas y le sacábamos un poquito de la caja, para que
corriera por el dormitorio. Ya se había acostumbrado a esa rutina y se portaba
muy bien. Algunas veces nos daba un susto, pegando unos pequeños ladridos en
algún momento inoportuno, que nosotras tratábamos de ocultar a base de
carraspeos y ataques de tos.
Una mañana nos levantamos, nos aseamos y nos dispusimos,
como siempre, a ir a misa. Observamos que el perrito estaba un poco inquieto,
cosa que nos extrañó, pues era muy tranquilo. Le sacamos de la caja, le
acariciamos, le hablamos con mimo y cuando le vimos ya calmado le volvimos a la
caja y la cerramos atándola con una cuerda, como veníamos haciéndolo.
Llevábamos ya un rato oyendo la misa, cuando notamos un poco
de alboroto que venía de la parte de atrás (nosotras nos poníamos siempre en
las primeras filas). Nos giramos para ver que pasaba y las tres nos quedamos
pálidas. Debíamos de haber cerrado mal la caja y el perro se había escapado y
quizá por las voces de los rezos o porque nos estaba buscando, se había metido
en las iglesia, algo que le resultó muy fácil pues, durante la misa y el rosario, la puerta siempre estaba abierta, sólo cubierta por una gruesa cortina de terciopelo. Corría de un lado para otro dando pequeños ladridos, que
supusimos eran de alegría por verse libre y con tanto espacio para correr.
Estábamos petrificadas, aquello no podía ser verdad, aquello no podía estar
ocurriendo.
El perrito corriendo y ladrando por toda la capilla como un
loco, dos monjas tratando de cogerle, las niñas riendo y metiendo bulla y el
cura siguiendo la misa y los rezos como si no pasara nada. Hubo un momento en
que yo pensé que me iba a desmayar, fue cuando el perrito subió hasta el altar
y pasando por detrás del cura, volvió a bajar corriendo, no sin antes tirar un
jarrón con flores, que rodó hasta el pasillo de la iglesia. De pronto el perro
nos vio y aquello fue nuestra perdición, porque vino hacia nosotras saltando y
ladrando y por la actitud que tenía, las monjas se dieron cuenta que el perrito
nos conocía.
Nos sacaron a las tres de la iglesia y junto con el perrito
nos llevaron al despacho de la Madre Superiora. Suponían, por lógica, que el
perrito nos lo había tenido que dar una niña externa y nos obligaron a decir
quien era. Cuando llegó Bety la llevaron también al despacho y al vernos allí a
las tres con el perrito, al contrario que nosotras que estábamos pálidas, se
puso colorada como un tomate, lo que unido a su nerviosismo confirmo que era
nuestra cómplice.
Las monjas (cosa extraña) se apiadaron de nosotras cuando,
al decirnos que nos quitaban el perro, nos pusimos a llorar con gran
desconsuelo y decidieron que Bety se hiciera cargo de él y lo trajera los
domingos al colegio para que lo viéramos y cuando nos dieran las vacaciones, me
lo llevaría yo a mi casa. Eso nos dejó más tranquilas y desde aquel día todos
los domingos venía un ratito Bety con el perrito, que se había encariñado mucho
con nosotras y jugábamos y corríamos con él por el jardín. Mis padres
accedieron a que me quedara yo con él y fue mi primer perrito, al que le puse
por nombre Eguzki, que quiere decir sol.
A pesar de ello, no nos libramos del castigo. A Bety la
obligaron a ir durante un mes a la misa del colegio y a nosotras nos tocó
limpiar todo el dormitorio y hacer las camas de todas las niñas, también
durante un mes, y todo antes de ir a las clases, lo que no nos dejaba casi
tiempo para desayunar. De todas formas valió la pena pues mi perrito, que
resultó ser una perrita, era realmente un sol.
Simpático relato. Lo he leído de principio a fin y me ha gustado mucho. Yola
ResponderEliminar